Pasadas las elecciones PASO de agosto, el mapa político se transformó y eso trajo aparejado que se dispararan todas las variantes económicas que estaban adormecidas esperando una ratificación electoral del oficialismo.
Ese resultado deseado por la mayoría de los actores económicos no llegó y lo que se sí se vo es que rápidamente se empezó a hablar de Alberto, el Bueno.
Alberto el Bueno no es más ni menos que Fernández, a quien la mayoría de los argentinos desean que no se transforme en “Fernández de Kirchner”.
Este candidato presidencial recibe la proyección de todos los miedos y, al mismo tiempo, de todos los deseos de una población harta de fracasar en proyectos éticos, corruptos, ambiciosos o democráticos, sea cual fuera la etiqueta de ocasión.
Fernández, a secas, deberá dejar en claro, si es posible antes de las elecciones, que no irá por una reforma constitucional que sumerja en una abstracción la división de poderes, la república y la propiedad privada.
Ese mismo Fernández también tiene como obligación decir qué rumbo económico seguirá, cuál será su ministro de economía, si está dispuesto a continuar con múltiples aspectos que permitieron la llegada de Cambiemos al poder (no sus resultados) y que no habrá impunidad con el pasado inmediato. Y que los arrepentidos sigan siendo eso.
Este nuevo actor político, hasta ahora semi oculto en las entrañas del poder, fue factor decisivo de múltiples operaciones de prensa o judiciales, como las que llevaron a permitir el financiamiento de una campaña electoral por los autores del triple crimen o el desprestigio de Enrique Olivera, en Capital Federal.
Pero también fue el que un día dijo basta y vio como todo lo que pensó y proyectó se transformaba en un proceso radicalizado.
Pero ahora debe ser magnánimo, casi perfecto, capaz de apaciguar con argumentos los deseos más radicalizados de la Cámpora y sus amigos.
Debe conducir un proceso sin que el desprecio que ha demostrado su compañera de fórmula por aquellos que pensaban distinto le gane a la moderación y a la cordura.
Que los aliados bolivarianos no sean el eje principal de su política exterior ni que un discurso inflamado, casi al borde de Sierra Maestra, tome forma en los parlamentos y los ámbitos de gobierno.
Tiene que ser el jefe bueno y mejor, sin que la dueña de los votos le altere su presunto proyecto, hasta ahora fortalecido por gobernadores e intendentes racionales.
Para no transformarse en Fernández de Kirchner, en definitiva, deberá dejar de ir al Instituto Patria para comentar cuestiones de su futura administración sino que todos deben ir a México, en San Telmo.
Alberto Fernández es el que todos esperamos que sea. El dirigente que aprendió de todos sus años en el Estado, que sabe lo bueno y lo malo, pero que sólo utilizará lo bueno.
Que así sea.
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